sábado, 19 de abril de 2008

Labor intelectual

Bastó sólo una semana para darme cuenta que el trabajo iba a ser muy interesante, pero no sencillo: Si bien Isabel no era millonaria, su difunto esposo le había dejado recursos suficientes para vivir sin problemas, lo cual, en su caso, no significó que que se dedicara a la holganza. La biblioteca de esa casa pondría en ridículo a más de una escuela, y los temas que se abordaban eran tan variados, que era difícil imaginar que todo perteneciera a una sola persona. Isabel publicaba una pequeña revista literaria, colaboraba para un par de publicaciones - sin cobrar un centavo - y daba clases particulares de prácticamente todos los temas y a todos los niveles. De hecho, sólo el que todos sus conocimientos fueran autodidactas le impedía poder ser catedrática universitaria, aunque seguramente sobrepasaba a más de uno de los profesionales.
A pesar de esa inclinación académica, Isabel no descuidaba otros aspectos. Parte de la casa la ocupaba un pequeño gimnasio, en donde ella pasaba un par de horas al día. Por ello, no sólo tenía un cuerpo que sería la envidia de cualquier quinceañera, sino que tenía una condición envidiable. Verla cargar cajas repletas de libros como quien lleva una charola de comida era un espectáculo en sí mismo.
Mi trabajo consistía básicamente en llevar en orden ficheros, archivos de notas, recortes de periódicos y CD-Roms, además de mantener un surtido de material de papelería. Para el viernes en la noche, sin embargo, las cosas cambiaron, pues tuve que coordinar algo un poco más complejo: una tertulia literaria.
Para los que no conozcan una de esas reuniones, es sólo un grupo que se junta con cierta frecuencia - en el caso de éste, una vez al mes - a leer diversos textos y comentar los mismos. La parte más mundana, que era tener galletas, tes, café y bocadillos, quedó en manos de Josefa, la señora que la ayudaba con la limpieza. Mi trabajo iba a ser localizar algunos textos, cuyas fichas me había dado Isabel, y servir como una suerte de mesero y secretario durante la noche.
Los invitados que llegaron no me sorprendieron, o más bien casi no. Casi todas ellas eran damas de sociedad o jóvenes de aspecto afeminado, nada que yo no esperara. Sin embargo, un poco más tarde arribaría un hombre de tipo recio, alto y facciones duras, aunque impecablemente arreglado, a quien Isabel se refería como El Comandante.
Realmente no recuerdo lo que se leyó en esa primera reunión, pues en aquel entonces mi sentido literario aún no había sido pulido, y sólo escuchaba yo una cháchara sin sentido. Fue más tarde, cuando se pasó de la cuestión intelectual a la plática más relajada, que algo llamó mi atención, y cuando descubrí otro de los pasatiempos de Isabel, quizá el más extraño de todos.

No hay comentarios: